La comodidad es seductora. Es ese sillón acolchado que te
recibe después de un día largo, esa rutina conocida que ya puedes ejecutar con
los ojos cerrados. No importa en qué renglón estés: trabajo, relaciones, metas
personales… cuando la vida se siente demasiado cómoda, puede que hayas dejado
de avanzar.
A primera vista, no parece algo malo. Después de todo,
¿quién no quiere sentirse bien, estable y seguro? El problema es que esa
sensación de bienestar puede ser una anestesia emocional. Poco a poco, te
adormece hasta que dejas de buscar nuevos retos, dejas de aprender, dejas de
moverte.
Robin Sharma, autor de El monje que vendió su Ferrari, lo
resume en una frase que me acompaña desde hace años: “El crecimiento y la
comodidad no pueden coexistir.” Y es cierto. Crecer significa estirarte,
incomodarte, salir de lo conocido. La comodidad, en cambio, quiere que te
quedes justo donde estás.
La ciencia lo confirma. Un estudio de la Universidad de
Yale encontró que el cerebro humano aprende y se adapta más rápido cuando se
enfrenta a situaciones desafiantes. Cuando las tareas se vuelven demasiado
predecibles, la actividad cerebral disminuye y el aprendizaje se estanca. En
otras palabras: la comodidad apaga las luces del crecimiento.
En mi vida, he visto cómo esa “zona segura” se disfraza
de muchas formas: en ese trabajo que ya dominas, pero que dejó de emocionarte.
En esa relación que es estable, pero no te inspira. En esa rutina diaria que
parece una fotocopia de la anterior.
La comodidad no siempre se siente como un problema. De
hecho, a veces parece un premio. Pero si eres honesta contigo, sabrás que algo
falta. Steve Jobs decía: “Recordar que vas a morir es la mejor manera que
conozco para evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder.” En otras
palabras, la vida es demasiado corta para pasarla cómoda pero insatisfecha.
Moverse no siempre significa romper con todo y empezar de
cero. A veces es más sutil: tomar un curso que te rete, iniciar una
conversación incómoda, probar un proyecto que te dé miedo.
El miedo y la incomodidad no son enemigos; son brújulas.
Te señalan el camino hacia aquello que aún no has conquistado. Y sí,
incomodarse puede doler, pero es el dolor de los músculos que crecen, no el de
la parálisis.
Tony Robbins lo dice con crudeza: “Si no estás creciendo,
estás muriendo.” Y las estadísticas muestran que tiene razón. Un estudio de la
Universidad de Londres encontró que las personas que se exponen a nuevos retos
y aprendizajes tienen un 52% más de satisfacción personal y reportan un mayor
bienestar emocional a largo plazo. Por el contrario, quienes mantienen rutinas
estáticas son más propensos a experimentar apatía y pérdida de motivación.
La comodidad prolongada es como quedarse sentado en una
hamaca: al principio es agradable, pero si te quedas demasiado, empiezas a
entumecerte. Lo mismo ocurre con la vida. Lo que no se mueve, se estanca. Y lo
que se estanca, se deteriora.
Si hoy te sientes “demasiado bien” en un área de tu vida,
míralo como una señal, no como un logro permanente. Tal vez sea hora de buscar
la próxima incomodidad que te haga crecer. Pregúntate: ¿qué parte de mi vida
está en piloto automático? ¿Dónde dejé de empujar mis propios límites?
Salir de la zona cómoda no garantiza éxito inmediato,
pero sí garantiza movimiento. Y en la vida, el movimiento es la única manera de
seguir viva de verdad. La comodidad puede darte calma, pero la incomodidad te
da propósito.
No te dejes adormecer por el sillón suave de la rutina.
Sacúdete. Muévete. Porque la comodidad prolongada no es estabilidad… es una
pausa que, si no reaccionas, puede volverse final.

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