El conflicto entre Estados Unidos y Venezuela,
caracterizado por años de sanciones y retórica hostil de Washington contra el
gobierno de Nicolás Maduro, ha escalado peligrosamente. La intensificación de
las operaciones militares estadounidenses en el Caribe durante 2025, con el
despliegue de buques de guerra, ha transformado la presión diplomática en una
amenaza militar.
Este cerco de Estados Unidos ha abierto una brecha para
la intervención de Rusia, que ha reforzado su apoyo a Maduro. A finales de 2024
y en 2025, informes confirmaron el envío de armas, entrenamiento de tropas e
incluso la presencia del Grupo Wagner para apoyar al régimen venezolano. El
Kremlin ha ratificado su «firme apoyo» a Caracas y ha condenado la escalada
militar de EE. UU. en el Caribe.
Para Washington, la justificación de sus acciones se
centra en la lucha contra el narcotráfico y la opresión de un régimen que
considera ilegítimo. Para Moscú, la defensa de Maduro es una oportunidad
estratégica para desafiar la influencia estadounidense en la región y reafirmar
su poderío global.
Mientras tanto, en medio de este pulso de gigantes, la
población venezolana sigue sufriendo una profunda crisis económica y
humanitaria. Las maniobras de las grandes potencias solo prolongan la
incertidumbre y el sufrimiento de un pueblo que exige un cambio.
La intervención rusa, aunque refuerza a Maduro a corto
plazo, es un bálsamo envenenado que prolonga la agonía de la población y
aumenta el riesgo de una confrontación armada a gran escala. La historia
demuestra que cuando las grandes potencias utilizan a naciones más débiles como
peones, las consecuencias rara vez benefician a sus ciudadanos.
Es crucial que la comunidad internacional abandone las
soluciones militares y priorice el diálogo. El destino de Venezuela no debe
decidirse en Washington o Moscú, sino por su propio pueblo, a través de la paz
y la democracia.

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