En la República Dominicana conviven dos realidades que
apenas se rozan: la que se exhibe a diario en los medios de comunicación, y la
que se comenta en voz baja en las tertulias privadas de las élites económicas y
políticas.
Son dos países en un mismo territorio; dos escenarios
donde las verdades se dosifican, las versiones se maquillan y las omisiones
hablan más fuerte que los titulares.
En la primera República —la visible— todo parece fluir
con orden. Los periódicos publican cifras alentadoras de crecimiento económico,
los funcionarios prometen avances estructurales y los empresarios celebran sus
logros en almuerzos televisados.
Es el país de los discursos oficiales, donde las
estadísticas son el disfraz de la desigualdad y donde la palabra “progreso” se
repite hasta vaciarse de sentido.
Allí, los escándalos se apagan con comunicados, las
investigaciones se diluyen en el tiempo y la corrupción se convierte en un tema
de temporada. En esa República, el poder político y el mediático se entrelazan
en una danza de conveniencias mutuas: tú no hablas de lo mío, yo no publico lo
tuyo.
La república que se oculta
La otra república —la que no se muestra— habita en las
conversaciones íntimas de las clases altas y en los archivos no publicados de
los periodistas que aún conservan escrúpulos. Allí se revelan los nombres
detrás de los contratos inflados, los vínculos entre políticos y contratistas,
las negociaciones por debajo de la mesa que determinan licitaciones,
candidaturas y sentencias.
En esa república secreta se decide el destino económico
del país, las designaciones judiciales y las alianzas partidarias. Es donde la
verdad se conoce, pero no se difunde. Donde los silencios cuestan caro, y las
lealtades se pagan con cargos, favores o contratos públicos. Es el país del
susurro y la complicidad.
La prensa entre la espada y el presupuesto
El periodismo dominicano vive en una frontera peligrosa
entre informar y sobrevivir. Las redacciones están llenas de profesionales
talentosos, pero muchos medios dependen de la publicidad estatal o empresarial.
Esa dependencia crea un muro invisible que filtra lo que se publica y lo que se
calla.
No se trata sólo de censura explícita; es la autocensura
la que más daña. Esa voz interior que dice: “mejor no lo publiques”, porque
podría costar una pauta, una amistad o incluso un empleo.
La gran deuda: devolverle al pueblo su derecho a saber
Mientras tanto, el pueblo sigue siendo espectador de una
obra escrita por otros. No tiene acceso a la verdad completa ni a los debates
reales que definen su destino. Y así, la democracia se vuelve un ritual sin
contenido, una representación en la que muchos aplauden sin saber qué ocurre
tras el telón.
Romper esa barrera exige valentía, independencia y
compromiso. Significa recuperar la esencia del periodismo como servicio
público, no como negocio de conveniencias.
Solo cuando se logre unir esas dos Repúblicas —la visible
y la oculta— podremos hablar de una nación transparente, coherente y
verdaderamente democrática.

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