Hace unos días, el republicano Ron DeSantis y el
demócrata David Trone publicaron un artículo conjunto en The New York Times,
donde defienden la necesidad de limitar el tiempo que los congresistas pueden
permanecer en sus cargos. En un país altamente polarizado por temas ideológicos
y de conveniencia, que dos políticos de orillas opuestas coincidan en este
punto dice mucho del agotamiento que provoca el poder que se eterniza.
Y pienso, ¿no sería saludable abrir esa conversación
también aquí?
En República Dominicana tenemos congresistas que llevan
décadas ocupando el mismo escaño. La prensa nacional documentó este año que al
menos nueve legisladores suman entre 14 y 38 años en el Congreso Nacional.
Treinta y ocho años: casi dos generaciones viendo el mismo rostro y el mismo
apellido en la boleta y en la curul. Cuando alguien se aferra al poder, casi
nunca lo hace por compromiso con la gente, sino por interés propio.
La reelección perpetua tiene un costo alto: desgasta la
confianza, envejece las ideas y debilita el sentido del servicio. Lo que nació
como mandato ciudadano y servicio temporal al pueblo se transforma en un modo
de vida, y ese modo de vida consolida el poder de quien lo ejerce, alejándolo
del sentido original: representar. Es entonces cuando lo que debería ser la
casa de todas las personas, el Congreso, se convierte en un club exclusivo para
unos cuantos.
A veces se defiende la continuidad con el argumento de la
experiencia, y no es totalmente falso. Es cierto que conocer los procesos, las
leyes y las redes puede ser útil, pero ¿de qué sirve tanta experiencia si la
realidad que se legisla cambia más rápido que las mentalidades que la
interpretan? Un Congreso que no se renueva repite los mismos discursos, protege
los mismos intereses y teme al cambio. En política, eso casi siempre es
sinónimo de estancamiento.
En los países donde la democracia es madura, los límites
al mandato son una garantía de que nadie prolongue, más allá de lo prudente, su
tiempo en el lugar donde se decide el destino de todas las demás personas. Es
un recordatorio de que el poder no es un patrimonio, sino un préstamo con fecha
de vencimiento.
La ciudadanía también tiene su parte en esto. Cada vez
que votamos tenemos la oportunidad de reforzar, o romper, ese círculo de
confort que sostiene a los mismos de siempre. La renovación es un gesto de
conciencia cívica.
La democracia se fortalece cuando la gente entiende que
el poder es temporal, que en su propósito también está dejar espacio a nuevas
voces, y que quienes acceden a él deben rendir cuentas con transparencia y
humildad.
En nuestra República Dominicana, este tema debería ocupar
un lugar prioritario en la conversación pública. Se trata de entender que toda
aspiración legítima encuentra su sentido en la alternancia. La vitalidad de la
democracia depende de que el poder acepte moverse y se renueve.

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