La destrucción total de embarcaciones, con todo y
tripulantes, en las costas de países sudamericanos y del Caribe, distantes de
los Estados Unidos de Norteamérica, bajo el alegato de que son embarcaciones
utilizadas por el narcotráfico, se ha convertido en una práctica habitual de la
nación norteamericana ante la mirada indiferente de los organismos
internacionales o regionales de derechos humanos e instituciones llamadas a abogar
por la aplicación de la ley en casos de comprobados delitos.
El presidente norteamericano, Donald Trump, a través de
su secretario de Guerra, Pete Hegseth, continúa arrogándose el derecho de
decidir, quién vive y quién no, y bajo el alegato de que combate el tráfico de
drogas, arremete violentamente contra quien ose transitar por los mares
cercanos a Venezuela y Colombia, país, este último, que acaba de protestar por
la destrucción, el pasado lunes, de 4 lanchas y la muerte de 14 personas,
afirmando que eran utilizadas para transportar drogas.
La nación caribeña, presidida por Gustavo Petro, en
desgracia con Trump, acaba de denunciar como un crimen de guerra la destrucción
de las embarcaciones y muerte de sus tripulantes sin que mediara ninguna investigación
previa al respecto. Ante el insólito y abusivo accionar de los EE.UU., solo nos
queda cuestionar: ¿hasta cuándo?

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