Opinión-¿Cuántas vidas caben en el expediente de la indiferencia?

Radhive Pérez 

Lo más doloroso de la muerte de Emailing es que se pudo evitar. El Estado y la sociedad le fallaron incluso antes de ella nacer, cuando su madre, apenas una niña de trece años fue desprotegida en un país que todavía se resiste a reconocer el círculo perverso de la pobreza, la violencia y el embarazo infantil.

Tenía siete años y, con seguridad, algunos sueños. Quería jugar, quería reír, quería ser niña, como era su derecho. Sin embargo, la convirtieron en una estadística más de la violencia infantil que asfixia a la República Dominicana.

En los medios su nombre fluctúa entre Emailing y Esmailing. De cualquier manera, fonéticamente evoca smiling, en inglés, sonreír. Una ironía cruel y dolorosa, porque nada estuvo más lejos de su vida, especialmente en los últimos meses, que la posibilidad de sonreír.

Hoy todos se sacuden la responsabilidad. Las instituciones se atrincheran en tecnicismos burocráticos, olvidando que la Constitución y leyes como la 342-22, la 107-13 y la 136-03 establecen el mandato inequívoco de proteger los derechos fundamentales. En este caso, velar por la niñez, actuar con celeridad y asegurar una administración pública digna y humana.

Las palabras de la directora ejecutiva del INAIPI, al señalar que su sistema solo registra alertas de niños entre dos y cinco años, como si la vida de una niña de siete fuese un asunto ajeno, evidencian la deshumanización de la gestión pública y la desidia con que se administran las tragedias. Primero se niega la competencia, luego se reparte la culpa y, finalmente, se borra a la víctima.

El Estado dominicano, signatario de la Convención sobre los Derechos del Niño, está obligado a garantizar la protección integral de la niñez, pero, la noción de “interés superior del niño” se ha vaciado de contenido frente a una práctica estatal que actúa tarde, fragmentada y desarticulada. La institucionalidad se desmorona en el instante en que una denuncia “no formalizada” termina siendo una sentencia de muerte.

Emailing no solo fue asesinada por sus tutores. Fue asesinada por la indiferencia institucional, por el silencio social, por la normalización del maltrato. Cada vez que quien ocupa un cargo público se excusa en procedimientos, o que una institución se refugia en tecnicismos, se comete nuevamente un crimen, esta vez, el crimen de la indiferencia.

Tenemos que asumir la autocrítica porque, como sociedad, también fallamos. Fallamos cuando callamos o elegimos la indiferencia. Fallamos cuando, como ciudadanía, preferimos mirar hacia otro lado. Y falla el Estado en su raíz, al incumplir su deber de protección y permitir que una niña de trece años fuese madre sin garantías ni respaldo. Falla al tolerar que las instancias llamadas a salvaguardar derechos funcionen como compartimentos estancos, en lugar de articularse como engranajes de un verdadero sistema de protección.

¿Qué país estamos construyendo si la vida de una niña depende del azar de que su denuncia llegue al canal “correcto”? ¿Cuánto más costará que entendamos que la niñez no es competencia exclusiva de una oficina, sino una responsabilidad indelegable del Estado y de la sociedad?

Emailing ya no está, pero su nombre duele y su ausencia debe permanecer como una herida abierta sangrando en nuestra memoria. Hablar de este caso incomoda, pero es necesario. Ningún tecnicismo justifica la omisión ante el dolor humano.

Si las instituciones no asumen su obligación de articularse con eficacia, seguiremos repitiendo tragedias evitables. La protección de la niñez no es un gesto de compasión, es una obligación constitucional, legal y ética que compromete la legitimidad misma del Estado.

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