Queens, NY – En el béisbol, como en la vida, los
contratos millonarios no compran paciencia eterna. Juan Soto, la estrella
dominicana que firmó el mayor contrato en la historia de las Grandes Ligas —15
años y $765 millones—, comienza a sentir el peso de las expectativas tras
apenas 48 juegos con los Mets de Nueva York.
La noticia que sacudió el mundo del béisbol este
miércoles 21 de mayo fue un pequeño pero significativo ajuste en la alineación
de los Mets: Soto fue movido del segundo al tercer puesto en el orden al bate.
Aunque a simple vista parece una modificación táctica, el mensaje es claro: es
hora de reaccionar.
Durante el juego final de la serie contra los Medias
Rojas en Boston, el cambio se hizo efectivo. Ahora, Soto bateará después de
Francisco Lindor y Starling Marte, y justo antes del temido Pete Alonso. El
movimiento busca dinamizar una ofensiva que necesita chispa, y, de paso,
enviarle una señal a su hombre más costoso.
Hasta ahora, el desempeño de Soto ha sido correcto, pero
no estelar: una línea ofensiva de .247/.379/.437 con 8 cuadrangulares y 20
carreras impulsadas. Para cualquier otro pelotero, serían números aceptables.
Para Soto, con un contrato de tres cuartos de billón, saben a poco.
Lo que más ha incomodado a los aficionados no han sido
solo los números, sino la actitud en el campo. Se le ha visto falto de
intensidad, con jugadas que reflejan cierta desconexión: como aquel trote
apático hacia la primera base contra los Yankees, o un batazo al Green Monster
que debió ser extrabase, pero quedó en sencillo por falta de agresividad.
Carlos Mendoza, mánager de los Mets, fue diplomático al
explicar que el ajuste busca “generar un nuevo ritmo ofensivo”. Es decir, hay
paciencia, pero no infinita. En medio de una reñida carrera divisional, los
Mets no pueden darse el lujo de tener a su bateador clave apagado.
Este no es un castigo. Es un llamado de atención
disfrazado de estrategia. Juan Soto no solo necesita conectar hits: tiene que
liderar, contagiar energía y mostrar la presencia de una verdadera
superestrella. Porque en Nueva York, y especialmente con ese contrato, la
grandeza no se negocia: se exige.

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