Hay quienes confunden patria con frontera, identidad con
pureza y cultura con una especie de linaje inmutable. Son los mismos que, en su
afán de definir lo dominicano, desprecian lo que resuena más allá de su
estrecha noción de nación. Así ocurre con la Salve, el Palo, el Gagá y tantas
otras expresiones que llevan en su pulso la memoria de un caribe sin
divisiones, pero que hoy son víctimas del racismo y el nacionalismo rancio que
insiste en tacharlas de extranjeras, de impuras, de “haitianas”, como si esa
sola palabra bastara para expulsarlas de la identidad dominicana.
Sin embargo, los tambores no entienden de pasaportes. La
Salve es una de las expresiones más antiguas y profundas de la tradición
musical dominicana, con raíces que se entrelazan entre lo africano, lo español
y lo taíno. Su carácter religioso y comunitario la convierte en un canto de
resistencia, un espacio donde la espiritualidad y la cultura popular convergen
sin pedir permiso. En comunidades como Villa Mella, Monte Plata, Baní y San
Cristóbal, la Salve sigue viva en los velorios, las fiestas patronales y las
promesas a los santos católicos, donde se mezcla con los tambores en una
cadencia que desafía el olvido.
Para los guardianes de una República reducida a estatutos
rígidos y a un relato de independencia sin matices, este sonido ancestral es
una amenaza. En su afán de negar lo africano, desconocen que sin la Salve, sin
el Palo, sin el Gagá, el merengue y la bachata serían melodías amputadas,
privadas de la raíz que les dio fuerza. Paradójicamente, la misma nación que
celebra su música como Patrimonio de la Humanidad arrincona y desprecia los
ritmos que la sostienen.
Villa Mella, cuna de Los Congos, ha sido uno de los
últimos bastiones en la preservación de esta tradición, lo que llevó a que la
UNESCO la reconociera como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Pero
el racismo estructural insiste en reducir su valor, como si la cultura solo
pudiera validarse cuando se blanquea o se aleja de su origen popular. La Salve
ha sido transmitida por generaciones, especialmente por mujeres y cofradías
religiosas, que la han sostenido en la oralidad y la práctica devocional. Son
ellas quienes han preservado este canto de lucha y celebración, ajenas a la
necedad de quienes quieren despojar a la patria de su propia voz.
Decir que la Salve no es dominicana porque tiene
elementos africanos o porque se parece a ciertas expresiones haitianas es como
decir que el español que hablamos no es nuestro porque viene de Castilla. La
cultura no se conserva en vitrinas; se transforma, se mezcla, se expande. Su
desprecio es solo un síntoma más del temor a reconocernos mestizos, caribeños,
parte de un archipiélago de influencias cruzadas.
Pero la cultura es terquedad. Sigue latiendo en las voces
que cantan, en las manos que tocan, en los cuerpos que danzan. Aunque intenten
negarla, aunque la llamen ajena, la Salve sigue resonando. Y en ese eco, más
que en cualquier discurso vacío de “dominicanidad”, es donde realmente se
escucha la voz del pueblo.

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