Estados Unidos atraviesa una crisis silenciosa que revela
más sobre su estructura social y económica que cualquier índice de pobreza o
informe de mercado: el pánico nacional ante el posible freno del programa SNAP
(Supplemental Nutrition Assistance Program), antes conocido como “food stamps”.
Más de 42 millones de personas y 22 millones de hogares dependen de esta
asistencia, una cifra que contradice los valores fundacionales del país,
basados en la independencia, el trabajo y la autosuficiencia.
El programa SNAP, envuelto en tecnicismos y eufemismos
burocráticos, representa mucho más que una simple ayuda alimentaria: es un
símbolo de la dependencia institucionalizada. Su transformación —del estigma de
los cupones físicos a las tarjetas EBT de uso discreto— no eliminó la vergüenza
de depender del Estado, sino que la disimuló tras una capa de modernidad
tecnológica.
Sus orígenes se remontan a 1933, cuando el gobierno
federal, enfrentando la caída de precios agrícolas provocada por la Gran
Depresión, optó por intervenir en lugar de permitir que el mercado se ajustara.
La Agricultural Adjustment Act compraba excedentes de alimentos a productores
para distribuirlos entre los necesitados. No era un gesto de compasión, sino un
mecanismo de rescate industrial. De hecho, el programa fue administrado desde
el Departamento de Agricultura, no desde una agencia de bienestar social.
Frente a este panorama, resulta inevitable recordar el
espíritu del Día de Acción de Gracias, una festividad que celebra la gratitud,
el trabajo y la bendición de poder ganarse el sustento. En sus raíces más
profundas, esta celebración honra la independencia de un pueblo que aprendió a
alimentarse con sus propias manos. Contrasta con la realidad actual, donde
millones esperan la llegada de fondos electrónicos para llenar sus despensas.
El SNAP no solo representa una política económica; se ha
convertido en un espejo cultural. Refleja un país que, pese a su riqueza, se ha
acostumbrado a la dependencia estatal. Mientras la obesidad y las enfermedades
relacionadas con el exceso de consumo alcanzan niveles alarmantes, el discurso
público clama por “más ayuda alimentaria”. La paradoja es evidente: una nación
que sufre por exceso de comida, pero carece de la disciplina y el orgullo de
producir y consumir con responsabilidad.
Hoy, más que un debate sobre presupuestos o programas
sociales, Estados Unidos enfrenta una cuestión moral y cultural: ¿seguirá
cultivando la dependencia o buscará redescubrir el valor de la autosuficiencia
que una vez definió su grandeza?
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