La muerte de Dick Cheney, exvicepresidente de Estados
Unidos entre 2001 y 2009, marca el fin de una era política caracterizada por la
fuerza del poder ejecutivo, la expansión del aparato de seguridad nacional y
una visión profundamente intervencionista de la política exterior. A los 84
años, Cheney deja un legado tan imponente como controvertido, un símbolo del
poder en las sombras que moldeó, quizá como ningún otro vicepresidente moderno,
la dirección del país tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Más que un segundo al mando, Cheney fue el estratega
silencioso del gobierno de George W. Bush, el arquitecto de decisiones que
transformaron la relación entre la seguridad y la libertad, entre el Estado y
sus ciudadanos. Su influencia se sintió en cada rincón del gobierno: desde el
diseño del Patriot Act hasta la justificación legal para los centros de
detención y los interrogatorios coercitivos, pasando por la invasión de Irak
bajo el argumento de las armas de destrucción masiva.
Sus defensores lo describen como un patriota incansable,
convencido de que Estados Unidos debía ejercer su poder sin titubeos ante las
amenazas globales. Sus críticos, en cambio, lo ven como el rostro del
unilateralismo y la erosión de las libertades civiles en nombre de la
seguridad. Ambos juicios son ciertos en parte, y reflejan la complejidad de un
hombre que nunca buscó popularidad, sino eficacia.
Nacido en Lincoln, Nebraska, y criado en Wyoming, Cheney
ascendió con una mezcla de talento técnico y discreción política poco común.
Sirvió en las administraciones de Nixon, Ford y Bush padre, ocupando roles que
lo convirtieron en una figura de respeto dentro del establishment republicano.
Fue secretario de Defensa durante la Guerra del Golfo y uno de los principales
impulsores de la doctrina de la “acción preventiva”, una idea que luego
justificaría la intervención en Irak.
A lo largo de su vida, Cheney defendió la tesis de que el
presidente debía tener amplios poderes para actuar en defensa del país, incluso
si eso significaba desafiar la opinión pública o los límites institucionales.
Esa convicción, nacida de su paso por el Congreso y el Pentágono, moldeó la
estructura del poder presidencial moderno.
Más allá de la política, Cheney encarnó el rostro
pragmático del conservadurismo estadounidense: reservado, calculador y
profundamente comprometido con el poder del Estado. Su relación con el sector
energético, su paso por Halliburton y su defensa del intervencionismo marcaron
un antes y un después en la relación entre Washington y los intereses
corporativos.
En el ocaso de su vida, mientras el país que ayudó a
definir enfrenta nuevos desafíos globales, la figura de Dick Cheney sigue
siendo un espejo incómodo para la democracia estadounidense: un recordatorio de
que el poder, cuando se ejerce sin límites claros, puede proteger tanto como
puede consumir.
Con su partida, no solo muere un político, sino una forma
de entender el liderazgo: la del hombre que no necesitaba el aplauso para mover
los hilos del poder.
.jpg)
0 Comentarios