Cuando Mariana, una maestra de primaria en San Cristóbal
preguntó a sus estudiantes qué significaba “ser un buen ciudadano”, las
respuestas la dejaron inquieta: “no botar basura en la calle”, “no pelear” y
“hacer caso a la profe”. Ninguno mencionó la justicia, la participación
democrática o la empatía. Y no es que a
nuestros estudiantes no les importe. Es que nadie se los ha enseñado con
claridad.
En la escuela, muchas veces el civismo queda reducido a
una fecha patria o a un acto escolar. Y fuera de la escuela, los modelos
sociales que los rodean no siempre son coherentes con los valores que queremos
que vivan: escuchan a los adultos insultarse en la política, ven cómo se saltan
las reglas en la calle sin consecuencias, sienten que ser honesto no siempre
vale la pena.
En ese contexto, celebrar la incorporación formal de la
Educación Moral, Cívica y Ética Ciudadana como asignatura desde el próximo año
escolar (2025-2026) es una gran noticia. Pero también nos coloca frente a un
desafío mayor: ¿puede la escuela por si sola enseñarnos a vivir en sociedad?
La decisión del Consejo Nacional de Educación es
oportuna, y responde a una preocupación real que se repite en muchas familias,
aulas y comunidades: algo se nos está desmoronando como sociedad; lo vemos en
la falta de diálogo, en el irrespeto a las normas básicas de convivencia, en la
violencia que se cuela en las escuelas y en los hogares, en el descreimiento
generalizado en las instituciones.
Convertir una aspiración en una transformación real
requiere mucho más que una ordenanza o un horario en el currículo. Requiere
honestidad sobre las brechas que tenemos dentro del sistema educativo y fuera
de él: Docentes que no han sido formados para enseñar ética y ciudadanía, que
no cuentan con las herramientas pedagógicas para abordar estos temas de manera
profunda, dinámica y contextualizada. Escuelas desconectadas de sus
comunidades, que viven cercados por la inseguridad, el clientelismo o la
desconfianza, sin espacios reales de participación ni vínculos con su entorno.
Enseñar ciudadanía en un ambiente autoritario o indiferente es una
contradicción. Sobre carga curricular y escasez de tiempo. Sumamos una nueva asignatura,
pero no siempre se ajustan los calendarios, ni se liberan espacios para la
reflexión, el debate o el servicio comunitario.
Porque, ¿de qué sirve enseñar sobre respeto, si en casa
se naturaliza el grito o la humillación? ¿Para qué hablar de participación
democrática si los niños y niñas nunca son escuchados? ¿Cómo hablar de derechos
humanos si los adultos más cercanos los vulneran cada día?
Vivimos en una cultura donde las “malas mañas” parecen
más contagiosas que los valores, donde se normaliza la trampa y se desprecia al
que cumple las reglas. En ese terreno, la educación moral y cívica no puede ser
un proyecto exclusivo del MINERD. Tiene que ser un proyecto social.
La evidencia lo confirma: según el ERCE 2019 de la
UNESCO, el 57% de los estudiantes dominicanos de sexto grado no logra
identificar conductas cívicas básicas, y solo el 11% muestra comprensión
adecuada sobre principios de equidad, derechos y deberes. A esto se suma el BID
(2021), que señala que la República Dominicana ocupa una de las tasas más bajas
de confianza interpersonal y participación ciudadana entre los países de
América Latina.
Pero educar en ciudadanía no es repartir folletos. Es
enseñar a escuchar antes que hablar, a cuidar lo común, a indignarse por la
injusticia, a decidir con otros, a vivir con los diferentes. Y eso no se logra
solo desde un libro, sino desde la vida cotidiana.
Volver a poner en el centro la educación moral y cívica
es una decisión valiente. Pero si no se acompaña con voluntad política,
recursos reales, formación docente, coherencia institucional y participación
comunitaria, puede quedarse en letra muerta.
La escuela puede ser el motor, pero el combustible es la coherencia
entre lo que decimos y lo que hacemos como sociedad.
No se trata solo de enseñar a “ser buenos”. Se trata de
construir ciudadanía viva: con criterio, con coraje, con comunidad. Porque no
hay desarrollo posible sin ética, y no hay paz duradera sin justicia social.
Merecemos un país, una sociedad más justa, solidaria y
democrática, tenemos que empezar por nuestras aulas, sí!, pero también por
nuestras casas, nuestras juntas de vecinos, nuestras iglesias y nuestras
oficinas.
Porque la ética no se impone. Se aprende viendo, se
afirma dialogando y se construye caminando juntos. Y en ese camino, nadie puede
quedarse fuera.

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