Los derechos sociales están vinculados desde su origen a
los cambios políticos y económicos generados por la Revolución Industrial y el
movimiento obrero, que cobró fuerza cuando los trabajadores despertaron a la
conciencia de la desigualdad existente y se reconocieron como la fuerza motora
del capitalismo.
Las desigualdades entre los dueños de fábricas y los
trabajadores —manifestadas en condiciones laborales pésimas, jornadas
extenuantes, salarios bajos y ausencia de seguridad social— obligaron a
transformar las relaciones laborales tras intensas luchas del movimiento obrero
mundial.
En el siglo XIX surgieron las primeras cartas y códigos
laborales, donde se establecieron conquistas fundamentales: la jornada máxima
de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil y las primeras nociones de
seguridad laboral.
El socialismo y el movimiento obrero impulsaron la idea
de que el Estado debía intervenir para garantizar esas conquistas, ya
reconocidas como derechos. En el siglo XX, con la expansión del llamado Estado
de Bienestar, los derechos sociales comenzaron a integrarse en las
constituciones. Con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), se
incluyeron como derechos fundamentales la salud, la educación, la seguridad
social y el trabajo digno. Todos ellos sustentados en la idea de que la
igualdad formal no es suficiente: se requieren condiciones materiales y
sociales mínimas para que esos derechos puedan ejercerse realmente.
Estos derechos sociales —también llamados de segunda
generación— complementan los derechos civiles y políticos. En la Constitución
dominicana están consagrados como derechos fundamentales: salud, educación,
vivienda, trabajo digno, seguridad social, alimentación, cultura y medio
ambiente sano.
Sin embargo, hoy estos derechos están amenazados por
modelos económicos profundamente desiguales. La lógica del mercado orientada a
maximizar beneficios suele proponer el recorte de presupuestos destinados a
programas que garantizan estos derechos.
La privatización de servicios ha convertido los derechos
en mercancías, accesibles solo a quienes pueden pagarlos. A ello se suman las
crisis fiscales y la agobiante deuda pública, que representan riesgos reales
para las inversiones sociales.
Otra amenaza significativa es el cambio de orientación
política: gobiernos con visiones neoliberales tienden a ver los derechos
sociales como gasto, y no como inversión en el desarrollo humano.
También constituyen amenazas los conflictos ambientales,
la migración forzada, la degradación de los ecosistemas y la expansión de la
minería, que ponen en grave peligro el acceso al agua, la tierra y la vivienda.
En un post reciente, Rubén Blades reivindicó que, si no
fuera por el socialismo, no existirían los derechos sociales. Son derechos
universales, a los cuales no debemos renunciar. Al contrario: deben ser
fortalecidos.
Desde el siglo pasado, Europa y América Latina han
adoptado políticas públicas para garantizar la educación gratuita y
obligatoria, la salud pública, la seguridad social y las pensiones, así como
los derechos laborales y sindicales. Son pilares esenciales de la dignidad
humana.
En este siglo XXI, dominado por la lógica del mercado,
estos derechos son cuestionados por las élites y sometidos a revisión, como si
fueran obsoletos, como si la esencia de la humanidad también lo fuera. Lo más
grave es que los sectores que buscan desmantelar estos derechos cuentan con
cómplices en los más altos niveles de toma de decisiones. Esto plantea un nuevo
y profundo desafío para quienes entienden que, aunque la humanidad ha avanzado,
las razones que originaron los derechos sociales siguen vigentes.
Urge una defensa activa de estos derechos: no como
nostalgia del pasado, sino como una apuesta del presente y el futuro.

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